sábado, 9 de agosto de 2014

ÉRASE UNA VEZ UNA PALMERA


Se sentía muy sola. Aislada en el desierto, ignorada por todos. Su destino la había condenado a vivir en un lugar de difícil acceso. Su vida era dura, monótona, descafeinada. Casi nadie la visitaba, y cuando alguien lo hacía era más bien fruto del azar. Ni siquiera entraba en contacto con ella, se limitaba a disfrutar de su exigua sombra, a evacuar y a proseguir su camino.

Echaba mucho de menos más compañía, cálidos abrazos, la satisfacción que proporciona el dar y apreciar sus reconfortantes efectos en los demás.

Inconformista, creativa, generosa, audaz... no dejaba de pensar cómo solucionar su pesada soledad.

Analizando sus fortalezas llegó a la conclusión de que tenía todo lo que necesitaba para resolver su contrariedad.

Además de su propia esencia contaba con la inagotable fuente de energía que le proporcionaba quien no faltaba casi nunca a su cita diaria. Los escasos visitantes la abastecían de un valioso abono. Se mostró más receptiva a las esporádicas visitas de transeúntes alados. Y disfrutó de las escasísimas oportunidades con que la Naturaleza le ofrecía su fluido maná. Fruto de esta conjunción de factores se dispuso a engendrar el más exquisito manjar que nadie hubiera tenido antes ocasión de saborear.

Los resultados no se hicieron esperar. Cuando apareció el primer visitante, su expectación la hizo vibrar. Como consecuencia de ello, algunos de sus más preciados tesoros se desprendieron y esparcieron a su derredor.

Todo fue visto y no visto. Sorpresa, tentación, prueba, recolecta, alzamiento de la mirada, deseo, decisión y empezar a trepar.

Nunca antes había experimentado un sentimiento similar. El cálido abrazo de un ser humano necesitado de su fecundidad.


Los acontecimientos transformaron radicalmente su existencia. El boca a boca modificó la ruta de muchos viajeros para disfrutar de sus delicias, y eso tuvo sus agradables consecuencias.


La triste soledad se tornó en dulce felicidad.

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