Érase una vez un individuo cuyo gran sueño consistía en construir una pirámide que alojara sus restos para toda la eternidad. La suya debía ser la más grande, la más opulenta, la más segura. Una gran parte de los recursos de su reino se dedicarían a ese menester. Sus súbditos entregarían sus vidas para satisfacer los deseos de su señor.
Murió, lo enterraron con sus bienes más preciados y pasó a la Historia. Era diferente a los demás, era un dios.
Millones de personas de todos los lugares del mundo estudian, admiran y ensalzan su figura.
Ha de venir un individuo cuyo gran sueño consista en construir otro tipo de pirámide, disfrutarla en vida y legarla a su descendencia para que proceda como él. Y no tendrá que empezar de cero, sino que podrá continuar con la obra de sus padres y hacerla aún más grande de lo que la hicieron ellos. No precisará de muchos recursos, pero sí de una gran fuerza de voluntad. Ni de súbditos, sino de iguales, que como él también quieran tener y disfrutar en vida de su propia pirámide. Sus sacrificios se limitarán a soñar, a vivir con pasión, a esforzarse por sus metas y a ayudar a otros a triunfar.
No pasará a la Historia, y no porque su obra no sea importante, sino porque habrá miles de personas por todo el mundo que estarán haciendo lo mismo que él. El desierto se va a quedar pequeño para tanta pirámide.
No pasará a la Historia, y no porque su obra no sea importante, sino porque habrá miles de personas por todo el mundo que estarán haciendo lo mismo que él. El desierto se va a quedar pequeño para tanta pirámide.
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